José Tamayo y Velarde, Memorias del cautiverio (…), edición, introducción y notas de Felipe Maíllo Salgado

José Tamayo y Velarde,
Memorias del cautiverio y
Costumbres, ritos y gobiernos de Berbería,
según el relato de un jesuita del siglo XVII,
edición, introducción y notas de Felipe Maíllo Salgado,
Oviedo, Universidad de Oviedo, 2017, 266 pp.
[ISBN: 978-84-16343-37-9]

 

La Universidad de Oviedo vuelve a demostrar audacia intelectual iniciando una nueva colección a todas luces necesaria, incluso sorprende que el buen juicio con el que se presenta no haya sido patentado mucho antes. En efecto, se trata de la colección «Iberia & Berbería», monografías, ediciones y estudios que tienen por objeto las relaciones entre la península Ibérica y el Magreb desde un punto de vista cultural, románico y arábico, sobre todo atendiendo a los inicios de la época moderna. La colección la dirige Juan Carlos Villaverde Amieva, y forman parte del comité científico Sadok Boubaker, Mercedes García Arenal, Helena de Felipe, José Alvero Tavim, Bernard Vincent y Gerard Wiegers. Naturalmente la iniciativa se enmarca dentro de las actividades del prolífico “Seminario de Estudios Árabo-Románicos”, uno de los grupos de investigación más consolidados de la universidad española y, sin duda, modelo de trabajo. En tal sentido el grupo se distingue por el anagrama de la silueta de un barco rodeado por una corona circular que reza: Universitatis Ovetensis. Arabica et Romanica.

El volumen que reseñamos representa el primer número de esta nueva colección, donde se anuncian tres más en preparación: Miscelánea hispano-tunecina, La alcazaba de Salé, y Cartas tunecinas en España e Italia, siglo XVI. Felipe Maíllo realiza la edición de dos manuscritos que recogen obras del jesuita sevillano José de Tamayo y Velarde (1601-1685) existentes en la Biblioteca de la Universidad de Salamanca: Memorias del captiuerio (ms. 481, con letra cuidada y posiblemente autógrafo del propio autor), y Compendiosa relación de las costumbres, ritos y gobiernos de Berbería (ms. 1534, con otro tipo de letra menos cuidada). Cronológicamente la segunda obra es anterior a la primera, se redactó en las mazmorras de Tetuán el año de 1645 mientras la peste desolaba la localidad y, hasta el momento, era inédita. Las memorias se redactaron dos años antes de la muerte del autor, es su última obra, y fueron editadas por A. de Madariaga en 1898-1899, apareciendo el texto en la revista jesuita El Mensajero del Corazón de Jesús. Felipe Maíllo menciona también la edición de Enrique Mora González, publicada en Analecta Mercedaria en 2009. Justifica que la primera edición era prácticamente desconocida, y que era desconocedor de la existencia de la segunda una vez entregado el texto para la imprenta. No nos dice en cualquier caso qué tipo de intervenciones se realizan en estas dos ediciones del texto, lo que podría sin duda haber avalado la necesidad de una nueva edición empleando otro tipo de criterios.

En cualquier caso, tenemos por lo tanto la existencia de dos ediciones previas de Memorias del captiuerio. Maíllo no explicita que su edición emplee criterios, similares o diferentes, a las anteriores, pero sí menciona que usa en ocasiones, aparte de sus notas propias, algunas notas de Madariaga para enriquecer la edición, con su correspondiente cita. En fin, la presente edición se realiza manteniendo la ortografía de los textos originales, actualizando signos de acentuación, puntuación, exclamación, interrogación, y otras formalidades textuales, como el desarrollo de abreviaturas en cursiva, indicando entre corchetes el número de página en el original. Se señala que, atendiendo a estos criterios, si la edición no puede llegar al gran público, al menos se realiza con la voluntad de que los textos queden debidamente accesibles para estudiosos y curiosos de esta literatura que llama “relaciones de aventuras de soldados, cautivos, rescatadores, misioneros y embajadores”.
En efecto, las obras no carecen de valor literario, y su redacción se enmarca más en ese testimonio barroco del desengaño del mundo, en esa literatura de cordel de andanzas mundiales pero mundanas, que en un memorial o carta jesuita, con elucubraciones teológicas y arbitrios para el monarca, que también, pero estos dos aspectos correctamente enmarcados en un gusto por la escritura y la narración. No cabe duda de que José Tamayo ejerce de jesuita, y en su experiencia de cautivo trata de entender los principios religiosos por los que se gobiernan los musulmanes. A pesar de la buena disposición, el punto de vista dogmático se pierde pocas veces, como era de esperar para la mentalidad de la época. Pero por ello no deja de sorprender que en ocasiones la prudencia gobierne el juicio de Tamayo, como por ejemplo al hablar del encuentro entre personas: “En la cortesía son los moros singulares entre todas las naciones”.

Ambas obras pueden leerse como un todo, y en tal sentido la edición en un único volumen ayuda a comprender mejor el periplo del jesuita en Berbería. En el capítulo “De la ley de los moros, sus ritos y ceremonias” de la relación de costumbres, nos habla ordenadamente de los principio de la fe islámica: profesión de fe, Mahoma como sello de la profecía, los pilares de la religión, fiestas, etc., con una curiosidad que a veces resulta irónica (“Los moros se pueden contar entre los animales anphiuios, porque tanto andan en agua como en tierra a causa de sus labatorios”, p. 144), y a veces resueltamente dogmática (“Tomé yo ocasión de aquí para decirle el engaño en que viuían”, p. 145.).

Tamayo es un jesuita capturado en aguas de Baleares el 2 de mayo de 1644 por Chelebí Muḥammad b. ‘Alī Bitchin, corsario de origen europeo que gobernó Argel desde 1642 a 1645, según señala Maíllo en la introducción. El Chelebí pide por su rescate siete mil pesos, cantidad muy excesiva. Para forzar el pago, traslada al padre jesuita desde los baños de Argel a una terrible mazmorra en Tetuán. Es de esta estancia en Tetuán en 1645 de donde se extraen mayor cantidad de experiencias, pues la peste asola la ciudad y Tamayo debe enfrentarse con los instrumentos de la fe a la inminente muerte. Aprende rápidamente a enfrentarse a la landre, a curar calenturas y sangrar, a dar la extremaunción y mantener a los creyentes en la fe cristiana, y a enterrar a los muertos en un muladar hecho camposanto mientras los muchachos moros les tiran piedras.

Los detalles no tienen desperdicio, y destaca la gran cantidad de referencias que se dan en torno a los moriscos: “Uno de los moros que disputaba esto era un andaluz de los moriscos que vinieron de España y en su corazón en christiano” (p. 127); “Está aquí un morisco de los que vinieron de España, que se llama el Hachi León, casado con otra morisca andaluza, grandíssimo bellaco y deshonesto inclinado a la sodomía. Éste trataba de casarse segunda vez con otra muger también morisca” (p. 158). La mujer de Hachi León, para evitar que su marido tuviera dinero con el que casarse con otra mujer con la venta de tres cautivos cristianos, los envenenó con mercurio, muriendo los tres mozos en la misma mesa donde estaban comiendo. También destaca la presencia de un renegado graduado en la Universidad de Salamanca, autor de una coplas islámicas: “En casa de un moro vi unas malas coplas que decían las guardaban por una cosa de grande sabiduría y ingenio, y que las auía hecho un renegado que se hauía graduado en Salamanca, en las quales, confesando el evangelio de San Juan, decía que en todo él no auía querido probar el evangelista que syna Isa [Jesús] era hijo de Dios, sino el que traía el verbo o palabra de Dios” (p. 133). Para terminar con los aspectos sociales, también es reseñable la mención que realiza de un grupo social asentado en el Magreb proveniente de los soldados portugueses que perdieron la batalla de Alcazarquivir (1578): “Entre esta gente acuden unos moros y moras que llaman gallegos, porque es tradición que, quando se perdió aquel mal aconsejado rey don Sebastián, quedaron en esta tierra y se volvieron moros. Esta gente jamás se ha mesclado con la de Beruería; ellos entre sí se casan y visten al trage y vsanza que traían en España” (p. 137).

Con todo, el dogmatismo de Tamayo aparece bastante más diluido de lo esperado en la sucesión de anécdotas que cuenta. El jesuita pone de relieve y enfatiza los casos de cristianos que siguen firmes en su fe, los pocos cristianos afectados por la peste, etc., casos que no ocultan sin embargo el gran número de cristianos que apostatan, reniegan o abandonan los ritos cristianos, como se desprende del pesimismo que al final va apareciendo en ambos textos.

Era inevitable igualmente que Tamayo ejerciera, aunque brevemente, de arbitrista, añadiendo en su relación un “Discurso sobre los rescates de los Christianos y moros que están cautivos en la Berbería y España”. En dicho texto, séptimo punto de su relación, el jesuita quiere dirigirse al monarca, a diferencia del resto de capítulos, en los cuales se dirige a vuestra merced don Francisco de Tamayo Velarde, su hermano. Así comienza: “El grande excesso que ay en pedir demasiados cortes por los christianos, me ha obligado a hacer este discurso por los deseos que tengo, si Dios me lleva a España, de proponerlo y representarlo a su Magestad, para que se dé algún medio en cosa que cede tanto de su monarquía” (p. 193). Y en efecto, José Tamayo sí tuvo la ocasión de presentase al rey Felipe IV en Zaragoza. No obstante, y según se desprende de sus memorias, no le presentó este arbitrio para acabar con la piratería en Argel (con tres medios que se detallan en el capítulo “Del corso de los moros y sus fuerzas por mar”), sino una propuesta del conde de Torresuedras para tomar Tánger: “Oyóme la Magestad de Phelippe IV y respondióme que se auía holgado de oýrme, y mandaría que me despachasen luego. El siguiente día decretó el memorial que puse en sus reales manos, remitiéndolo al Consejo de Estado” (pp. 109-110). La empresa no fue a más, y fue rechazada la toma de Tánger por la burocracia estatal. Como buen jesuita, Tamayo no esconde el nombre y apellidos de los culpables.

Finalmente creo que es necesario destacar dos aspectos más donde la pluma de Tamayo ofrece interesantes datos. Por un lado las muestras de lingua franca, por ejemplo en boca del Chelebí: “―Ti estar teatino, donar para mí mucho áspero” (p. 63); “―Mi saber. ¿Querer gauar para mí? Anda, no auer paúra, mí facer bien contigo” (p. 64). Por el otro, el largo capítulo final de la relación, titulado “De algunas cosas notables que sucedieron a un cautivo Religioso”, más de cuarenta páginas consagradas a las andanzas y picarescas de un fraile embustero y borracho, farsante que en nada carece de un Buscón o un Lazarillo. Se trata de una enumeración enjundiosa de numerosas anécdotas, a cual más grotesca, de las invenciones y mentiras de este fraile cautivo en Tetuán, que representa una verdadera novelita picaresca, con vida autónoma como pieza literaria. Si la relación de sucesos de Tamayo, una relación de costumbres y ritos observados por un cautivo en Argel y Tetuán, destila un estilo barroco inconfundible, esté capítulo último remata el relato con un episodio picaresco propio de la invención cervantina: “En esta historia abrá vuestra merced visto cosas que le servirán de entretenimiento, pero le aseguro que a los que estábamos a su lado nos servía de tormento y lastimaban todas el corazón”.

Concluye así el relato del jesuita José de Tamayo, memorias de un cautiverio y relación de costumbres propias de la época barroca, textos muy poco conocidos hasta el presente, textos que ahora se publican en una cuidadísima edición por la Universidad de Oviedo, con una excelente introducción de Felipe Maíllo, que contextualiza correctamente la época y el autor. Las obras se suman así a una rica tradición literaria norteafricana de cautivos y piratas, turcos y moriscos, presidios y baños, relaciones y memoriales, que reflejan un mundo mediterráneo en descomposición, pero de enorme humanidad.

Isaac Donoso